Cultivar la vida: Huertos de esperanza

Publicado el: 4 Septiembre, 2020

Hace un tiempo escuche a un amigo sacerdote jesuita de Colombia hablar del hambre en las personas. Me habló del derecho de los pueblos a producir su propio alimento y de decidir sobre con qué alimentarse, me habló de “soberanía alimentaria” y dijo …, yo me la imagino con la gran cena, el gran banquete, donde se nos ofrecen las semillas en su gran diversidad, que sólo se podrán multiplicar si somos capaces de repartirlas o distribuirlas equitativamente (Mc 6,30-39), realizando así el milagro de dar de comer a una multitud hambrienta. Pero a ello recalcó algo que le era absolutamente necesario e importante… sentir desde las mismas entrañas compasión o, mejor, padecer con actitud o sentimiento, sin el cual, por más soluciones técnicas o científicas que tengamos, no será posible realizar el mayor de los milagros que es el de preservar la vida misma” (S.J. Alfredo Ferro Medina. Buga, Colombia, 2003).

Estas palabras fueron expresadas hace 17 años, en un contexto distinto, pero su mensaje esencial sigue presente con la misma fuerza de aquellos años. El nuevo contexto de pandemia y de crisis social nos ha puesto de cara al alimento. Hemos debido buscar estrategias para solucionar el hambre de nuestros hermanos y nos hemos vuelto a conectar con las experiencias de obtención de alimento en los huertos del patio o del ante jardín de la casa, en un macetero de un departamento, en un terreno público o privado que es prestado para este noble propósito, en un par de palabras, en los “Huertos Urbanos”.  Producir alimento en condiciones de urbanidad no sólo es posible, son muchas las experiencias que así lo avalan, durante ya muchas décadas, siendo reconocida como una estrategia alimentaria a nivel mundial, que permite una contribución consistente a la cobertura alimentaria de una familia, al ahorro familiar, la salud de las personas y la biodiversidad de la localidad y a su dignidad. Reconociendo estas experiencias, quisiera compartir algunas reflexiones que puedan contribuir en las nuevas iniciativas de su implementación.

En un proceso de cultivo de alimentos, lo que está realmente en el centro, es el cultivo de las personas. El trabajo de labranza en la tierra constituye una intervención del  ecosistema, los  modos que utilizamos para  este  propósito son a su vez  signos visibles  de nuestros  conocimientos, habilidades, creencias, sensibilidades, inteligencia y voluntad. Esta  idea la  podemos contemplar  en la  parábola del sembrador, la cual encontramos en los  evangelios sinópticos (Mt 13,1ss; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8), con sus diversas explicaciones, y de la cual podemos desprender tipos de sembradores. Podemos comprender unos que no eran  campesinos porque  se  les  ocurrió sembrar  en medio del camino, o en las  piedras  o en los espinos.  Se trata de  sembradores  que  se  han  desvinculado de  una cierta  identidad.

El Papa Francisco en su encíclica Laudato Si, reconoce los resultados del conocimiento del ser humano en su intervención a la casa común: “No podemos ignorar la …biotecnología, la  informática, el conocimiento de  nuestro propio ADN y otras  capacidades que hemos adquirido nos  dan  un tremendo  poder”, pero luego  agrega  para  llamar la  atención  sobre la implicancia de este poder sobre quienes “tienen  el conocimiento y  sobre  todo el poder  económico  para  utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la  humanidad  y del mundo entero” (LS nº104). Lo cual ha llevado en las últimas décadas a que todo este conocimiento e intervenciones hayan producido serias devastaciones, siendo signos de estas la erosión, la contaminación, la pérdida de biodiversidad, la pérdida de agua, todos modos que son incapaces de “ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y crean nuevos problemas” (LSnº20), produciendo alimentos cuestionables en “medio del camino o en las piedras”.

Pero  también están los que escogen sembrar “en tierra  buena” (Mt 13, 8). Son una inspiración para toda persona sobre revisar y discernir su identidad. El que  siembra, el que cultiva, no debe apartarse de aquello que  lo nutre  en su identidad. Si se nutre de  quien es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6) sin duda da  fruto y produce  (Mt 13, 23b), porque   oye  la palabra y la entiende (Mt, 13, 23). En particular, cultivar una  semilla es  el resultado de  este  entendimiento. Veámoslo a través de un ejemplo. La utilización de los derivados del petróleo, como los herbicidas y pesticidas no sólo aniquilan microrganismos e insectos, sino que también afectan gravemente la salud de las personas y de los ecosistemas. No apartarse de la vida implica la obligación de revisar los modos de intervención hacia tecnologías sanas como el control ecológico de plagas, el uso de fitoterapias, la agro homeopatía. En  experiencias en tal sentido, se encuentra la “agroecología”. En esta   reconocemos un tomate, una  acelga a la que calificamos  que  ha  sido  producida  con cariño y sana y percibimos el agradable  aroma,  color  y sabor, fieles reflejos de  quién los produjo.

Un proceso de cultivo de alimento es un proceso de comunión.  En la común-unión estamos todos. Pero puede ser,  que al decir “todos”, alguien pueda sentir que  no le  corresponde  esta  invitación, debido a  la distancia cultural e histórica  que le  toca  vivir en su  relación con el alimento,  sintiendo que sólo cumple un rol de consumidor, y que  esto no sea  argumento suficiente. Pero no puede haber alimento sin su  semilla, esta relación constituye una unidad indisoluble. Por esto cada vez que una persona   consume un alimento toma parte, se involucra sin saberlo de manera consciente, con su semilla. De esta manera, el acto que cada persona realiza al consumir un alimento es también un acto en el cual ha decidido por ciertas semillas. Si nuestra cultura culinaria tiende a ser homogénea, serán muchas las semillas olvidadas.  Cerca del 90% del consumo planetario privilegia trigo, maíz y arroz, además, en ellas ha sido reducida su diversidad y la consecuencia es que hemos olvidado a miles de otras semillas y sus aportes.  Por esto, la importancia de reconocer en esta unidad semilla-alimento el indisoluble vínculo con las personas a través de generaciones. Se inicia en familias de comunidades indígenas y campesina quienes han trasmitido y cuidado las semillas, los cultivos, y los modos culinarios de preparación. Esto se continúa en un  habitante de la ciudad que se vincula  por su decisión de  consumo y que se convierte en un co-cultivador. De distintas  maneras, todos estamos vinculados y somos comunión, sólo por el hecho del alimento. La inmensa  dignidad de cada  persona  humana y de su capacidad para conocerse, de poseerse  y de darse  libremente y entrar  en comunión con otras personas (LS nº65), nos ofrece un verdadero camino porque “Dios  vio todo  lo que había hecho y era muy  bueno “ (Gn 1, 31). De este  modo, ser comunión en el alimento es  reconocernos en nuestra  diversidad de talentos en los que  los que cultivan en el campo, los que resguardan saberes, los que cuidan semillas, los que defienden la tierra, los que co-cultivan,  lo que de manera profética denuncian las  malas  prácticas,  los que organizan comprando juntos, los  que reciclan y producen compost,  los  que articulan y comunican  a través de las  redes  sociales, lo que cultivan huertos, lo que ofrecen terrenos.

 Nuestra identidad cristiana y nuestro modo de cultivar. La unidad Semilla–Alimento, expresa toda su belleza y grandeza en el relato del evangelista Marcos, que nos lo expresa en una parábola, cuando nos describe el cómo la semilla de una planta nace y crece, sin que el sembrador que la siembra se dé cuenta. Esté despierto o esté dormido, la tierra da el fruto por sí misma (Mc 4,26-29). Cuenta con todo lo que requiere. Reconocer y aprender sobre este acontecimiento es un acto de contemplación sobre la inmensidad de Dios, y de Su amor por lo creado.  Nos permite comprender la elaboración de una relación respetuosa y de cuidado con la creación al mismo tiempo de comprender los modos de nuestra intervención.

  1. La tierra da el fruto por sí misma”, nuestra función es sumarnos a esta realidad: la semilla obtiene los primeros recursos y estímulos del suelo que la alberga. El suelo es un espacio de abundancia en vida, bacterias, hongos, arañitas, una infinidad de microrganismos, donde encontramos verdaderas “fabricas” de alimentos para todos sus habitantes, “contenedores” de agua, un espacio de gran   arquitectura, todo creado para sustentar vida. Una relación cuidadosa significa que debemos intervenir lo menos posible su estructura para no alterar su arquitectura, por lo que las labores agrícolas deben ser amistosas con este propósito, de mínima labranza, y de incorporar nutrientes al suelo para que este goce de salud y pueda nutrir y permitir una planta saludable.
  2. la semilla de una planta nace y crece, sin que el sembrador que la siembra se dé cuenta: es  el sol, con su energía,  quien acompaña al suelo en este  proceso de crecimiento, pero de  la  misma  manera  que el  suelo es  un  espacio biodiverso, la  planta  en su crecimiento también requiere  de  biodiversidad en este  espacio aéreo,  las  plantas  se  comunican  a través de  sustancias que  las  hacen  interactuar, se producen atracciones  hacia  insectos que se encargan de  mantener las poblaciones de  otros  organismos,  que de no existir, se  producirían plagas. Por esto, si producimos residuos orgánicos domiciliarios, los podemos reciclar al compostarlos, ya no basura, y acompañar al suelo. Podemos aprovechar los recursos que son abundantes en ciertas épocas y escasean en otras, como implementar prácticas de cosecha de aguas lluvia. Expresarnos con admiración y cariño sobre la creación, como reconocer que una planta no es mala (maleza) porque ocupa un lugar que el hombre ha decidido excluirla. Muy por el contrario, las llamadas malezas son plantas medicinales, muchas de ellas son alimentos, de muchas de ellas conocemos funciones reparadoras en nuestros organismos, también gran parte de ellas se han adaptado a las condiciones de cambio climático y podrán resistir de mejor manera que los cultivos tradicionales los cambios adversos. En un plano más amplio, es también una invitación a incorporarnos en la ruralidad, cultivar alimentos en las ciudades es ruralizar las ciudades, en sus cultivos y sus culturas, por esto es también una decisión de no encementar el suelo que va quedando en la ciudad.

Alejandro Montero, Diácono de la Parroquia Divino Redentor

Revista Nuestra Iglesia, Agosto 2020

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