Hace un tiempo escuche a un amigo sacerdote jesuita de Colombia hablar del hambre en las personas. Me habló del derecho de los pueblos a producir su propio alimento y de decidir sobre con qué alimentarse, me habló de “soberanía alimentaria” y dijo …, yo me la imagino con la gran cena, el gran banquete, donde se nos ofrecen las semillas en su gran diversidad, que sólo se podrán multiplicar si somos capaces de repartirlas o distribuirlas equitativamente (Mc 6,30-39), realizando así el milagro de dar de comer a una multitud hambrienta. Pero a ello recalcó algo que le era absolutamente necesario e importante… sentir desde las mismas entrañas compasión o, mejor, padecer con actitud o sentimiento, sin el cual, por más soluciones técnicas o científicas que tengamos, no será posible realizar el mayor de los milagros que es el de preservar la vida misma” (S.J. Alfredo Ferro Medina. Buga, Colombia, 2003).
Estas palabras fueron expresadas hace 17 años, en un contexto distinto, pero su mensaje esencial sigue presente con la misma fuerza de aquellos años. El nuevo contexto de pandemia y de crisis social nos ha puesto de cara al alimento. Hemos debido buscar estrategias para solucionar el hambre de nuestros hermanos y nos hemos vuelto a conectar con las experiencias de obtención de alimento en los huertos del patio o del ante jardín de la casa, en un macetero de un departamento, en un terreno público o privado que es prestado para este noble propósito, en un par de palabras, en los “Huertos Urbanos”. Producir alimento en condiciones de urbanidad no sólo es posible, son muchas las experiencias que así lo avalan, durante ya muchas décadas, siendo reconocida como una estrategia alimentaria a nivel mundial, que permite una contribución consistente a la cobertura alimentaria de una familia, al ahorro familiar, la salud de las personas y la biodiversidad de la localidad y a su dignidad. Reconociendo estas experiencias, quisiera compartir algunas reflexiones que puedan contribuir en las nuevas iniciativas de su implementación.
En un proceso de cultivo de alimentos, lo que está realmente en el centro, es el cultivo de las personas. El trabajo de labranza en la tierra constituye una intervención del ecosistema, los modos que utilizamos para este propósito son a su vez signos visibles de nuestros conocimientos, habilidades, creencias, sensibilidades, inteligencia y voluntad. Esta idea la podemos contemplar en la parábola del sembrador, la cual encontramos en los evangelios sinópticos (Mt 13,1ss; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8), con sus diversas explicaciones, y de la cual podemos desprender tipos de sembradores. Podemos comprender unos que no eran campesinos porque se les ocurrió sembrar en medio del camino, o en las piedras o en los espinos. Se trata de sembradores que se han desvinculado de una cierta identidad.
El Papa Francisco en su encíclica Laudato Si, reconoce los resultados del conocimiento del ser humano en su intervención a la casa común: “No podemos ignorar la …biotecnología, la informática, el conocimiento de nuestro propio ADN y otras capacidades que hemos adquirido nos dan un tremendo poder”, pero luego agrega para llamar la atención sobre la implicancia de este poder sobre quienes “tienen el conocimiento y sobre todo el poder económico para utilizarlo, un dominio impresionante sobre el conjunto de la humanidad y del mundo entero” (LS nº104). Lo cual ha llevado en las últimas décadas a que todo este conocimiento e intervenciones hayan producido serias devastaciones, siendo signos de estas la erosión, la contaminación, la pérdida de biodiversidad, la pérdida de agua, todos modos que son incapaces de “ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y crean nuevos problemas” (LSnº20), produciendo alimentos cuestionables en “medio del camino o en las piedras”.
Pero también están los que escogen sembrar “en tierra buena” (Mt 13, 8). Son una inspiración para toda persona sobre revisar y discernir su identidad. El que siembra, el que cultiva, no debe apartarse de aquello que lo nutre en su identidad. Si se nutre de quien es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6) sin duda da fruto y produce (Mt 13, 23b), porque oye la palabra y la entiende (Mt, 13, 23). En particular, cultivar una semilla es el resultado de este entendimiento. Veámoslo a través de un ejemplo. La utilización de los derivados del petróleo, como los herbicidas y pesticidas no sólo aniquilan microrganismos e insectos, sino que también afectan gravemente la salud de las personas y de los ecosistemas. No apartarse de la vida implica la obligación de revisar los modos de intervención hacia tecnologías sanas como el control ecológico de plagas, el uso de fitoterapias, la agro homeopatía. En experiencias en tal sentido, se encuentra la “agroecología”. En esta reconocemos un tomate, una acelga a la que calificamos que ha sido producida con cariño y sana y percibimos el agradable aroma, color y sabor, fieles reflejos de quién los produjo.
Un proceso de cultivo de alimento es un proceso de comunión. En la común-unión estamos todos. Pero puede ser, que al decir “todos”, alguien pueda sentir que no le corresponde esta invitación, debido a la distancia cultural e histórica que le toca vivir en su relación con el alimento, sintiendo que sólo cumple un rol de consumidor, y que esto no sea argumento suficiente. Pero no puede haber alimento sin su semilla, esta relación constituye una unidad indisoluble. Por esto cada vez que una persona consume un alimento toma parte, se involucra sin saberlo de manera consciente, con su semilla. De esta manera, el acto que cada persona realiza al consumir un alimento es también un acto en el cual ha decidido por ciertas semillas. Si nuestra cultura culinaria tiende a ser homogénea, serán muchas las semillas olvidadas. Cerca del 90% del consumo planetario privilegia trigo, maíz y arroz, además, en ellas ha sido reducida su diversidad y la consecuencia es que hemos olvidado a miles de otras semillas y sus aportes. Por esto, la importancia de reconocer en esta unidad semilla-alimento el indisoluble vínculo con las personas a través de generaciones. Se inicia en familias de comunidades indígenas y campesina quienes han trasmitido y cuidado las semillas, los cultivos, y los modos culinarios de preparación. Esto se continúa en un habitante de la ciudad que se vincula por su decisión de consumo y que se convierte en un co-cultivador. De distintas maneras, todos estamos vinculados y somos comunión, sólo por el hecho del alimento. La inmensa dignidad de cada persona humana y de su capacidad para conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas (LS nº65), nos ofrece un verdadero camino porque “Dios vio todo lo que había hecho y era muy bueno “ (Gn 1, 31). De este modo, ser comunión en el alimento es reconocernos en nuestra diversidad de talentos en los que los que cultivan en el campo, los que resguardan saberes, los que cuidan semillas, los que defienden la tierra, los que co-cultivan, lo que de manera profética denuncian las malas prácticas, los que organizan comprando juntos, los que reciclan y producen compost, los que articulan y comunican a través de las redes sociales, lo que cultivan huertos, lo que ofrecen terrenos.
Nuestra identidad cristiana y nuestro modo de cultivar. La unidad Semilla–Alimento, expresa toda su belleza y grandeza en el relato del evangelista Marcos, que nos lo expresa en una parábola, cuando nos describe el cómo la semilla de una planta nace y crece, sin que el sembrador que la siembra se dé cuenta. Esté despierto o esté dormido, la tierra da el fruto por sí misma (Mc 4,26-29). Cuenta con todo lo que requiere. Reconocer y aprender sobre este acontecimiento es un acto de contemplación sobre la inmensidad de Dios, y de Su amor por lo creado. Nos permite comprender la elaboración de una relación respetuosa y de cuidado con la creación al mismo tiempo de comprender los modos de nuestra intervención.
Alejandro Montero, Diácono de la Parroquia Divino Redentor
Revista Nuestra Iglesia, Agosto 2020