Con un acto en el frontis de la catedral se recordaron los 30 años de la inmolación de Sebastián Acevedo

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Publicado el: 11 noviembre, 2013

Son tres décadas ya las que han transcurrido desde aquel 11 de noviembre de 1983, a las 16.00 horas, en que Sebastián Acevedo Becerra roció sus ropas con bencina y en el frontis de la Catedral de Concepción, se quemó a lo bonzo. Desesperación había en su rostro y en sus palabras, pero en su trágico gesto, un tremendo amor a sus hijos Galo y María, detenidos días antes por agentes de la CNI.

“Hubo un llamado de atención a la gente, a todos nosotros, que en este país se estaba torturando, que había desaparecidos y ejecutados, pero nadie hacía nada o lo que se hacía era poco. Su gesto no sólo lo hizo pensando en que nuestras vidas estaban en peligro, sino que por los miles de detenidos que eran torturados”, recuerda María Candelaria Acevedo, hija de Sebastián Acevedo.

No hay que escarbar mucho en la historia para traer al corazón este doloroso recuerdo. Muchos de quienes fueron los protagonistas directos de esta historia, están vivos y con su memoria intacta. Y es precisamente eso lo que este lunes se quiso hacer presente, con los actos preparados para recordar a Sebastián, obrero de la construcción, que no dudó en dar la vida por sus hijos, pero también por la de otros cientos de hijos detenidos y torturados en el Chile de la dictadura.

Familiares, amigos, agrupaciones de derechos humanos y el Movimiento Contra la Tortura Sebastián Acevedo, que tomó su nombre precisamente como un homenaje al acto heroico  de este padre, dio vida a estas acciones de la memoria. A las 13:00 horas, se realizó en el frontis de la Catedral, en el mismo lugar donde Sebastián se inmolara, una actividad que recordó el doloroso momento. Por la tarde, a las 18:30, habrá un acto cultural en el mismo lugar.

Enrique Moreno Laval, sacerdote, periodista, testigo privilegiado del dolor y la angustia de Sebastián, compartía hace cinco años sus recuerdos de ese momento.

“Allí, entre la Catedral y la Plaza en la ciudad de Concepción. Las 4 de la tarde, día viernes. Un cuerpo encendido que, en una danza macabra, atraviesa calle Caupolicán. La hoguera lleva consigo una persona profundamente amante de sus hijos. Dos de ellos, María Candelaria y Galo Fernando, han sido detenidos por la CNI y están siendo torturados. El padre ha exigido respeto y juicio justo. Las autoridades no lo escuchan, lo ignoran. Ha amenazado con quemarse en señal extrema de protesta. Los carabineros no le creen. Quieren detenerlo. Sebastián reacciona. Empapado en combustible, se enciende. Soy testigo”.

”¡Que la CNI devuelva a mis hijos! ¡Que la CNI devuelva a mis hijos!” ¿Cómo olvidar esa petición postrera que salía del alma como un testimonio de agonía? Jamás olvidé ese instante. Nunca lo olvidaré. El cuerpo carbonizado, yaciente sobre la loza de la plaza, se transformaba de improviso en un relámpago con su trueno que denunciaba nuestra conciencia de pueblo maltratado y malherido.

Hemos compartido tantas veces esta memoria y sin embargo siempre es tiempo para volver a hacerlo; porque esta memoria compartida servirá para seguir capacitándonos en el discernimiento, en la creatividad, en el reconocimiento de nuestra historia. 

Rezamos el padrenuestro y Sebastián alcanza a decir, como en un murmullo, un comentario que le nace del alma: “¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! Y perdóname a mí también por este sacrificio”.

¿Por qué seguir recordando este hecho? A treinta años de ocurrido, ¿qué significado tienen?

El propio Enrique Moreno se lo plantea en sus recuerdos:

 “¿Qué nos enseña hoy día Sebastián? Que a partir de esta recuperación de la memoria histórica de una tragedia que nunca se olvidará, surge siempre la posibilidad de sanar la vida, de perdonar y recibir perdón, de reconciliar y reconciliarse, de reconstruir la historia sobre la base de otras historias que no nos dañen; y, por el contrario, que nos construyan y nos honren como un pueblo que no cesa en su empeño por humanizar la vida.

Perdón sí, olvido no. Si olvidáramos, jamás aprenderíamos. Nuestro olvido no sería inocente, porque no hay nada inocente en ciertos olvidos que, al ser selectivos, finalmente dan cuenta de nuestras verdaderas opciones vitales. El recuerdo, el despertar el corazón, permitirá en cambio que muchas generaciones, las que están viniendo, las que vendrán, vayan pasando de la ignorancia al reconocimiento, para que “nunca más en Chile…” Nunca más el horror de aquel 11 de noviembre de 1983”.

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