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Dios cumple sus promesas: El nacimiento del Mesías

La Navidad es, sin duda, la segunda fiesta más importante del Cristianismo. En ella celebramos el nacimiento de Jesús, al que confesamos como el “Cristo”(en griego) o “Mesías” (en hebreo) y como el “Hijo de Dios”. Es la segunda fiesta más importante, porque la primera y la más importante de nuestra fe es la Pascua, en la que celebramos la muerte y la resurrección de Jesús. Lo que ocurre es que en el lenguaje común, a veces confundimos la Navidad con la Pascua, incluso llamamos “Pascua” a la Navidad. Eso se ve claro en la figura del Obispo San Nicolás (Santa Klaus) que fue transformada por el márquetin (en inglés “marketing”) de la CocaCola en el “Viejito Pascuero” del Polo Norte, un invento exitoso que mitificó (fantasiosamente) la figura histórica del Obispo Nicolás.

El título de “Mesías” o “Cristo” significa “Ungido”. La costumbre de “ungir”, es decir, untar aceite (óleo, prefieren decir algunos) es ciertamente ancestral. En Israel se usó para declarar “rey” a alguien. Por eso David llamó “ungido” a Saúl, y él mismo fue “ungido” por el profeta Samuel. En el evangelio de Lucas, Jesús se apropia el texto de Isaías 61,1 para declararse el “Ungido por el Espíritu de Dios”, lo que implica al menos dos cosas: que es profeta y rey, pues el Espíritu de Dios le hace profeta y la unción, rey. Este texto de Isaías es importante, pues este “Ungido” de Dios ha sido enviado a “evangelizar a los pobres”. Éste es el inmediato contexto de esta palabra en boca de Jesús: él viene a realizar lo que prometió Dios por boca del profeta Isaías.

Ese es también el sentido de “evangelio” que asume san Pablo cuando dice al inicio de su Carta a los Romanos que ha sido llamado a ser apóstol (es decir, enviado), elegido para el Evangelio de Dios, que Él había prometido por medio de los profetas en las Sagradas Escrituras (el Antiguo Testamento) acerca de su Hijo, nacido de la descendencia de David según la carne, constituido Hijo de Dios en Poder por el Espíritu de Santidad… Jesús el Cristo, nuestro Señor” (Rom 1,1-4). Jesús es la gran promesa de Dios. La condición humana y divina de Jesús viene subrayada desde los escritos más antiguos del Nuevo Testamento, que son las Cartas de San Pablo. El Hijo eterno de Dios-Padre se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret. La encarnación es aludida directamente por el Apóstol en Gál. 4,4: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo (su condición divina), nacido de mujer (es decir, su condición plenamente humana), nacido bajo la ley (es decir, su condición plenamente histórica como judío)…”. En efecto, no sólo San Juan habla de encarnación, como recogemos en la oración del “Ángelus”: “Y el  Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), sino mucho antes, ya San Pablo lo expresaba con completa claridad en el texto trinitario de su Carta a los Gálatas 4,4-7, en el que enseña que la encarnación y nacimiento de Jesús es para hacernos partícipes de su condición de Hijo. Así, pues, como hijos adoptivos llamamos “Padre” a Dios, igual que Jesús. Por eso la oración del cristiano es el “Padre Nuestro”.

“Nacido de mujer” es una expresión paulina referida a la Madre de Jesús, María. Ella asegura la condición verdaderamente humana e histórica de Jesucristo. De semejante manera su muerte en cruz y su sepultura son el otro punto clave de su humanidad. Jesús no es un mito fantasioso, es histórico, real. Los seres míticos no mueren ni son sepultados, sólo los seres humanos reales mueren y son sepultados. Es un criterio básico de la historiografía antigua: “Si murió, es que vivió, y si vivió es que nació”. No hay encarnación sin María, como no hay resurrección sin muerte y sepultura. La Navidad (diciembre) y la Pascua (marzo-abril) se dan la mano afirmando la verdad histórica de nuestra fe: Jesús de Nazaret.

El Dios fiel que cumple sus promesas es un Dios que es Padre, que quiere relacionarse con nosotros como un Padre que nos ama intensamente. Ese es el Evangelio de Jesús, un Dios-Padre en el que sí vale la pena creer. Y Jesús es la realización de esa promesa: La filiación dada en un principio a Israel (“De Egipto llamé a mi hijo, es decir, al Pueblo de Israel”; Os 11,1), Dios ahora la amplía por Jesucristo a toda la humanidad (Gál 3,26-29), pues el Evangelio de Dios es “primero” para el judío “y también” para el gentil (los no-judíos) (Rom 1,16). Toda la humanidad, pues, participa ahora junto a Israel de la filiación divina. Israel no ha perdido nada, nosotros en cambio, los que no somos judíos, lo hemos ganado todo con ellos. Jesús es la auténtica descendencia de Abrahán que nos une a todos en la gran familia de Dios. Por eso, el Concilio Vaticano II en su Constitución Lumen Gentium enseña que la Iglesia es como un sacramento e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. Éste es precisamente el sentido con el que el profeta Isaías aludía a la vocación de Israel: “luz de los pueblos”, y esto es lo que nos enseña el relato de los reyes magos en el evangelio de Mateo. Los reyes magos eran sabios de oriente (no-judíos), que ven la estrella, que simboliza al Mesías de Israel, y descubren a Cristo, prometido en las Sagradas Escrituras de Israel. Mateo simboliza en los reyes magos la inclusión de los no-judíos en la Salvación, ellos también son capaces de reconocer al Mesías prometido por Dios a su pueblo.

En Navidad, ante el Pesebre, recemos el “Padre Nuestro”, recordemos conscientemente lo que celebramos y demos gracias a Dios por la madre de Jesús, María, por el pueblo de Israel (al que el Concilio Vaticano II llama: “nuestros hermanos mayores”) y por haber sido llamados también nosotros a participar con ellos de los dones otorgados por Dios a su pueblo: ¡Jesucristo, Dios bendito por los siglos! (Rom 9, 1-5).

Juan Carlos Inostroza
Académico
Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía
Universidad Católica de la Santísima Concepción

Publicado el: 21 Diciembre, 2022
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