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En el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

El centro, núcleo y contenido de nuestra confesión de fe es Dios. La fe en Dios expresa que existimos en modo vinculado y relacionalmente. Es decir, que no vivimos la vida en soledad desamparada y sin sentido, sino que estamos vitalmente relacionados con Dios, quien nos amó primero. Esta fe en Dios la expresamos no teóricamente, sino que desde una experiencia vital creyente: cuando hacemos la señal de la cruz decimos en el “Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Cuando fuimos bautizados se hizo, igualmente, en el “Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (ver: Mateo 28, 19) y al reunirnos como comunidad creyente adoramos e invocamos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (ver: 2 Corintios 13, 13). El cristiano entiende, vive y celebra su vida ante y desde Dios.

Si bien es cierto que la razón y la conciencia humana pueden abrirse a la existencia de Dios y a creer en Dios; no obstante, la fe nos evidencia que Dios ha querido mostrarse a sí mismo e invitarnos a una relación vital con Él. Por eso, el creer en Él señala, no tanto que nosotros lo buscamos a Él, ni sospechosamente implica una posible proyección o invención humana, sino que realmente Él ha salido a nuestro encuentro y se nos ha manifestado invitándonos a ser parte de su vida misma (eso significa “salvación”). Desde esta maravillosa experiencia reconocemos que en la Sagrada Escritura encontramos su manifestación y se nutre nuestra fe. Pero también, respetuosamente, reconocemos que, puesto que Él es Dios y nosotros limitados, Él siempre permanece Misterio. No porque no podamos decir nada de Él con verdad, sino porque su ser y riqueza desborda siempre nuestra comprensión. De ahí que se nos advierta que no debemos tomar el nombre de Dios en vano (ver: Deuteronomio 5, 11).

Dios ha manifestado su rostro y su ser de modo que lo podamos encontrar e invocar. Los cristianos cuando hablamos de economía de salvación o historia de la salvación lo que decimos es que Él nos ha mostrado su rostro (ver: salmo 27; salmo 36, 10), se ha dejado encontrar y nos ha invitado a vincularnos con Él para tener vida plena – salvación. (ver: Deuteronomio 6, 24; Juan 10, 10).

A través de su creación lo podemos reconocer como el Dios Creador (ver: Sabiduría 13, 1-9; Romanos 1, 19-23); Padre y Madre de todos (Oseas, 11, 1-4; Isaías 49, 14-15). También como el Dios Uno y Único (ver: Isaías 44, 6-8 y 24-25). En su relación con los patriarcas, reconocemos a Abraham como el Padre de la fe (ver: Génesis 12, 1-3; Hebreos 11, 1-3 y 8-10); en su alianza con Israel lo reconocemos como “Dios nuestro” y conocemos su nombre: “Yo soy el que soy” (ver: Éxodo 3, 3-12 y 19, 3-8). Pero los profetas nos advirtieron de manera admirable que Él se manifestaría de modo pleno al final de los tiempos (Ver: Jeremías 31, 31-34; Isaías 49, 1-13; Joel 3, 1-5).

 Los cristianos reconocemos en el envío del Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y en el envío del Espíritu Santo el acontecimiento definitivo donde Dios nos ha revelado su identidad y rostro de manera plena y definitiva (ver: Hebreos 1, 1-4; Gálatas 4, 4, 4-6). De esta manera, nuestra fe en Dios se fundamenta de manera vinculante en la experiencia de Dios que nos muestra Jesús. Jesús llamaba a Dios Abbá (Papá; ver: Marcos 14, 36) y vivía como verdadero Hijo del Padre. Quien se encuentra y relaciona con Jesús, el Hijo, encuentra y ve al Padre (ver: Juan 14, 1-11). 

A partir de esta experiencia vital con y desde Jesús, los discípulos reconocieron y vieron que Jesús era verdaderamente divino y Dios hecho hombre, es decir, de su misma naturaleza; por eso, lo reconocieron como Señor y Salvador – portador del Espíritu Santo y de la vida de Dios (ver: Juan 9, 35-38; Juan 20, 26-29; Filipenses 2, 5-11). Pero a su vez, el mismo Jesús y sus discípulos mostraron que para acceder a la identidad plena de Dios y de Jesús se requiere la presencia y acción del Espíritu Santo en nosotros (ver: 1 Corintios 12, 1-3; Juan 14, 26; Hechos 2, 1-4). El Espíritu Santo es Señor y dador de vida. Si, por una parte, no podemos ver – acceder al misterio de Dios sin el encuentro con Jesús y sin la acción del Espíritu Santo; por otra parte, el encuentro y relación con Jesús y el Espíritu permiten ver – reconocer el misterio inefable de lo que llamamos Santísima Trinidad. Es decir, que Dios siendo Uno y Único es Padre, Hijo y Espíritu Santo (ver: Mateo 28, 19-20).

Dios en sí mismo es en su Unicidad relación de Personas Divinas. Por eso, Juan nos testimonió para siempre que Dios es Amor (ver: 1 Juan 4, 7-16). Dios mismo es en sí auto-donación de personas divinas, pero sin por eso ser tres dioses. A esta verdad inefable, que sobrepasa todo entendimiento, la confesión de fe cristiana la ha llamado Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en Una y Única Naturaleza divina (Un solo Dios). Esto es una maravillosa verdad revelada que invocamos y glorificamos. En Él vivimos, nos movemos y existimos (ver: Hechos 17, 27-28). Por eso, la principal actitud cristiana es la de adoración agradecida. Es en la celebración cristiana (en todos los sacramentos, pero principalmente en el Bautismo y la Eucaristía) y en la vivencia comunitaria de la Iglesia (Pueblo de Dios) donde este misterio de Dios, Uno y Trino, se manifiesta de manera privilegiada. 

Patricio Merino Beas
Facultad de Estudios Teológicos y Filosofía
UCSC

Publicado el: 6 Junio, 2023
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