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¿Hablemos del Cielo?

Imposible abarcar con palabras la inmensidad, profundidad, perfección y belleza del cielo. Si como decimos, el cielo es ‘la casa de Dios’, para poder explicarlo, deberíamos poder explicar al mismo Dios.  Sin embargo, algunas experiencias humanas nos hablan de ese cielo. Y digo de ‘ese cielo’, ya que a través de la historia se ha llamado ‘cielo’ a experiencias o imágenes que no tienen mucho que ver con la revelación de Cristo. La experiencia humana que sí nos habla del cielo es la de María, la Madre de Dios, purísima desde el origen de su vida. Aunque parezca obvio, hay que afirmarlo con fuerza: la vida de María es humana ciento por ciento. En esta humanidad de la Virgen, Dios nos muestra el cielo, el reino de los cielos, la vida eterna.

El Cielo, el Reino de los Cielos o  la Vida Eterna (ahora con mayúsculas) son sinónimos de Dios mismo. El Papa Pío XII, en la declaración del dogma de la Asunción de la Virgen María (Constitución Munificentissimus Deus – 1 de noviembre de 1950), nos habla de este Cielo a propósito de María: “La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.” Por tanto, la importancia del misterio de la Asunción para nosotros radica en la relación que hay entre la Resurrección de Cristo y la nuestra. La presencia de María, quien se halla en cuerpo y alma ya glorificada en el Cielo, es eso: una anticipación de nuestra propia resurrección. Mirado desde el dogma, el cielo es participar con Cristo en su gloria como María Virgen ya lo hace plenamente por voluntad del mismo Dios. Y si la vida de nuestra Madre en esta tierra fue siempre según el querer de Dios, la vida de ella es un ‘Cielo anticipado’.

La plenitud del Cielo no solo podemos, sino que debemos anticiparla en nuestra vida terrena, ya que es el mandato de Cristo cuando nos indicó que debíamos orar diciendo: ‘Padre nuestro que estás en el cielo… Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.’ Si rezamos de corazón esta plegaria fundamental de la vida cristiana, entonces debemos anhelar y actuar para que el Cielo se manifieste en la tierra, partiendo por nosotros mismos. La vida de la Iglesia debe ser una experiencia de Cielo, la vida de las Iglesias domésticas (o sea, de cada familia) debe ser una experiencia de Cielo, la vida pastoral de la Iglesia con sus obras de caridad, su vida litúrgica, su anuncio misionero y su común unión entre todos los bautizados debe ser una experiencia de Cielo. ¿Lo son? ¿Son realmente para nosotros y para los demás miembros del cuerpo místico de Cristo una experiencia de Cielo? ¿Vislumbran esta eternidad en nuestras acciones aquellos que no creen en Cristo?

Las palabras y los silencios, las acciones y gestos de María Virgen sí que manifiestan el Cielo. En ella no hay palabras hirientes, no hay mezquindad ni egoísmo en sus deseos, no hay desgano ni pesimismo en sus propuestas, no hay prepotencia ni arrogancia en sus acciones; no hay revancha, queja, vanidad ni conformismo, entre muchas otras cosas que hoy nos hieren. Ella es una rosa sin ninguna espina.

El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo que en estos días celebramos, nos invita a hacer una pausa en la agitada (y muchas veces angustiada) vida que llevamos para reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia aquí en la tierra, sobre nuestro fin último: la Vida Eterna. Saber que María ya está en el Cielo, gloriosa en cuerpo y alma, y que nosotros estaremos con Dios igual que ella si hacemos la voluntad divina (es decir, si actuamos, pensamos y hablamos como nuestra Santísima Madre), es motivo de esperanza para nosotros y para el mundo entero. Es esperanza que no defrauda, ya que cada esfuerzo por anticipar el Cielo, por pequeño que parezca, será causa de paz y alegría en este mundo, y de inmortalidad y felicidad perfecta cuando seamos llamados a entrar definitivamente en el Cielo.

Padre Mauricio Aguayo Quezada
Vicario Pastoral
Iglesia de Concepción – Chile

Publicado el: 13 Agosto, 2020
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