donar

Homilía de Mons. Sergio Pérez de Arce SS.CC. en Misa de Toma de Posesión Canónica de la Arquidiócesis de la Santísima Concepción

Publicado el: 6 Julio, 2024

A continuación compartimos la homilía de monseñor Sergio Pérez de Arce en la Misa de Toma de Posesión Canónica de la Arquidiócesis de la Santísima Concepción, celebrada la mañana de este sábado 6 de julio:

 

Queridos hermanos, queridas hermanas,

Les agradezco sinceramente que estén presentes en esta celebración eucarística, en el inicio de mi servicio como arzobispo de Concepción. Saludo con especial afecto a toda la comunidad arquidiocesana a la que he sido llamado a servir como hermano y pastor, y me encomiendo a la oración de todos mis hermanos en la fe. Saludo también con gratitud a las autoridades regionales y comunales que nos acompañan, a las autoridades de las Fuerzas Armadas y Carabineros, también a las autoridades del Congreso. A todos, muchas gracias por estar aquí.

Le cuento a esta comunidad de la arquidiócesis que aquí, en la asamblea, hay hermanos que vienen de distintos lugares y comunidades, que han querido venir a compartir este momento:

– Los hermanos obispos de la mayoría de las diócesis del país y algunos obispos eméritos, en un signo muy elocuente de comunión episcopal. También está el encargado de negocios de la Nunciatura en Chile, Mons. Giussepe Silvestrini, y algunos otros hermanos que sirven en la Conferencia Episcopal.

– Mi familia: mi madre, mis cuatro hermanos, primos, sobrinos, cuñadas… Recuerdo a mi padre, fallecido hace casi dos años. Aunque mi familia directa está radicada en Viña y Santiago, mis padres son originarios de esta zona, y tengo bastantes familiares por estos lados.

– Hermanos y hermanas religiosos de mi Congregación de los Sagrados Corazones, junto a algunos laicos de obras SS.CC.. Es mi familia carismática y espiritual, a la que me siento unido profundamente y por la que Dios me ha regalado una forma particular de seguir a Jesús en la Iglesia.

– Una delegación de la querida Diócesis de Chillán. El sábado pasado, en una emotiva Eucaristía, nos despedimos, pero sobre todo me enviaron. Les agradezco estos años caminando juntos.

– Amigos de mi parroquia de origen, con quienes compartimos años bonitos de crecimiento en la fe en nuestra juventud, junto a otros rostros con los cuales hemos compartido alguna etapa de la vida y la misión.

 

En esta mañana no les voy a compartir ningún plan de acción o plan pastoral para la arquidiócesis. Primero, porque la homilía no es el momento para hacerlo, pero además porque en este primer tiempo hay que conocer la realidad de esta Iglesia local e ir buscando juntos, a través del diálogo y el discernimiento, lo que el Señor nos está pidiendo. Sin embargo, creo que todos tenemos una cierta idea de las problemáticas y desafíos más urgentes a enfrentar. Tenemos un cierto diagnóstico. Como sucede también en el mundo civil, en lo político, en lo social, es relativamente fácil tener un diagnóstico, es decir, un elenco más o menos compartido de problemas, retos y también sueños. Pero es más difícil encontrar respuestas ante las problemáticas, resolver los nudos críticos y concretizar sueños. No nos desalentemos, tenemos que enfrentar permanentemente esta tarea.

Lo que quisiera compartir hoy tiene que ver más con los cómo, con el estilo en que debiéramos vivir nuestra misión, con las motivaciones que debiéramos tener para hacer lo que nos toca hacer.

Quisiera invitarlos a valorar nuestra vocación cristiana y nuestro camino común en la comunidad de la Iglesia. Nuestra comunión en la fe nace del gran amor que Dios nos tiene, de la voluntad de Jesús de regalarnos su amistad y esa vida nueva que brota de su corazón misericordioso, de la obra del Espíritu que nos habita y nos alienta con su soplo divino. Tenemos que vivir siempre agradecidos y admirados por el cariño de Dios y por el compromiso salvador que asume con nosotros.

Invitarlos también a valorar la vida de nuestras comunidades y de toda nuestra Iglesia. Con sus luces y sombras, la Iglesia sigue siendo una madre buena que nos ha engendrado en la fe y nos llama a participar corresponsablemente de la misión de Cristo. Decía el Papa Benedicto: “¡La Iglesia es nuestra casa! ¡Esta es nuestra casa!¡En la Iglesia católica tenemos todo lo que es bueno, todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo!”. Y el padre Esteban Gumucio escribía: “Amo a la Iglesia de la diversidad, la difícil Iglesia de la unidad. Amo a la Iglesia del laico y del cura, de san Francisco y de santo Tomás, la Iglesia de la noche oscura y la asamblea de larga paciencia. Amo a la Iglesia abierta a la ciencia y esta Iglesia modesta con olor a tierra (…) Amo a la Iglesia de Jesucristo construida en firme fundamento, en ella quiero vivir hasta el último momento”.

Quiero invitarlos a caminar juntos, no hay otra forma de vivir la fe y la misión. Me gusta insistir siempre en que lo más importante de la Iglesia sucede en la vida local: en cada comunidad, en cada parroquia, colegio, movimiento. Allí conocemos el Evangelio, allí oramos, nos ayudamos como hermanos, celebramos la fe, salimos al encuentro de los que sufren. Pero esa vida local debe estar entrelazada con las demás comunidades, con una vida de iglesia más amplia, desde la que buscamos caminos compartidos. Los organismos diocesanos no están ni para apagar ni agobiar la vida local de las comunidades, pero sí para animar la comunión. Tenemos que evitar la tentación de caminar solos: ni el párroco sin los otros párrocos, ni la capilla sin las otras comunidades, ni el catequista sin los otros catequistas, ni el colegio, ni los movimientos, ni la comunidad religiosa… sin los demás. Ninguno de nosotros sin la Iglesia. “Nadie alcanza la plenitud aislándose”, dice el Papa Francisco respecto de la fraternidad en el mundo.  Y eso también vale para la Iglesia.

Esta comunión de la que hablamos no puede ser meramente formal, tiene que vivirse en el espíritu y el afecto. Vivir la misión, realizar una acción pastoral, no es una cuestión meramente humana, un asunto organizativo, sino que nace de nuestra condición de hijos de Dios y hermanos en Cristo, y tiene que traducirse en el amor de unos por otros. Esto tiene que darle a nuestras relaciones y al modo en que llevamos adelante la misión, un tono de cordialidad, de cercanía. Este es un grito que ha surgido en los últimos años desde dentro de la misma Iglesia, desde la experiencia de las comunidades: acogida, cercanía, respeto. Es una demanda, un anhelo, pero además debiera ser siempre parte de nuestra identidad.

Junto a la acogida, la transparencia, la verdad, la misericordia, la coherencia y la integridad en todo servicio eclesial. En las OOPP 2023-2026 los obispos decimos: “Se espera de todos nosotros, ministros ordenados, una mayor cercanía a los fieles, un mayor involucramiento en la vida de la gente y un modo de ejercer la autoridad que no origine problemas relacionales. Para ello, el ministerio sacerdotal ha de ser comprendido evangélicamente, enfatizando más el servicio que el poder” (N° 50).

El desafío de hacer frente a los abusos de poder, de conciencia y sexuales no es un tema ya pasado. Es verdad que esta problemática nos ha acompañado por varios años y acumulamos un cierto cansancio, junto a la vergüenza y la rabia por tan horribles actos, pero el camino recorrido, lo que hemos aprendido en la Iglesia en estos años, debe transformarse en una pastoral permanente, que nos permita cuidarnos unos a otros y cuidar especialmente a los más pequeños y vulnerables, en una Iglesia donde exista una cultura del cuidado y del buen trato.

No quisiera olvidar que el desafío de la comunión es también comunión con la sociedad, con los desafíos y tareas de nuestra patria y de nuestro mundo. Recuerden la frase del Papa: “Nadie alcanza la plenitud aislándose”. No podemos construir nada sólido de espaldas al dolor de los demás. Es cierto que la sociedad es hoy altamente compleja y que la voz de la Iglesia, de la comunidad cristiana, es una pequeña voz en medio de tantas voces, gritos y conflictos. Pero olvidaríamos algo esencial de nuestra vocación si no buscamos discernir la voz de Dios en los signos de los tiempos y no acogemos en nuestra vida su llamado a ser fermento en la masa. “No se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón”, nos dice Jesús, y Dios ha hecho brillar una luz en nuestros corazones.

El aporte fundamental que podemos hacer como Iglesia en el mundo de hoy es poner en el centro de las discusiones la centralidad de la persona humana. En este mundo en estado permanente de cuestionamiento y confrontación, donde se exaspera el conflicto y se radicalizan los extremos, hemos de alentar la preocupación de todos especialmente por el más débil. En esta sociedad donde impera tantas veces una indiferencia cómoda y fría, que nos hace encerrarnos en nuestros propios intereses, no debemos dejar de tener el sueño de construir juntos la justicia y la paz. El Papa Francisco nos dice: “Nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad”, y nos recuerda que el aislamiento y la cerrazón en los propios intereses no son el camino para devolver la esperanza al mundo (cf. FT N° 30)

Hoy celebramos la Misa de la Inmaculada Concepción, patrona de nuestra Arquidiócesis. En la lectura del Génesis vemos la acción del pecado, donde Adán y Eva desobedecen a Dios y luego se esconden, se encierran en sí mismos. No solo rompen la comunión con Dios, sino que se enemistan entre ellos y con la creación. Es el drama del pecado, que rompe la comunión, hiere nuestra convivencia y nos impide vivir esa felicidad para la que fuimos creados. La expresión más grave del pecado es romper la comunión, vivir sólo para sí mismo y los propios intereses.

María no vive ese pecado, ella es la llena de gracia. Dios actúa en ella y la prepara para ser madre del Salvador. Esto no es algo mecánico en María, como una sustancia o una naturaleza en ella. Es una gracia que ella debe de hacer suya, que debe asumir desde su libertad. En el relato de la Anunciación dialoga con Dios, se interroga, pregunta, quiere entender. Y abriendo su corazón a la acción del Espíritu Santo, se hace disponible a los caminos de Dios: “Soy la servidora del Señor, que se haga en mí según tu palabra”. María es inmaculada desde su concepción, pero también se hace inmaculada dialogando con el Creador. No se cierra a Dios, no se esconde, no se encierra en sí misma. No se enemista con los demás, se pone al servicio de la humanidad al hacerse servidora de los designios salvadores de Dios. Ella rompe la cadena del egoísmo, mentiras y enemistad que vemos en los orígenes. Por eso ella es “nuestra joyita”, la mejor de todos nosotros, y por eso compartiendo la gloria de su Hijo nos acompaña como Madre de la Iglesia, llena de ternura y misericordia.

Hermanos, créanme que me siento pequeño ante la nueva misión que inicio, pero vamos juntos adelante. No a la desilusión, al desencanto, a la comodidad y al aislamiento. Sí a la comunión, al servicio, la fraternidad y la entrega generosa a la misión que Jesús nos ha confiado. Él nos ha llamado y Él es fiel. A Él sea toda gloria, por los siglos de los siglos.

© Arzobispado de Concepción