SER MIGRANTE EN TIEMPO DE PANDEMIA

“Así pues, ya no sois extranjeros, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios”. (Ef 2, 19)

La movilidad humana es un fenómeno que se ha manifestado a lo largo de la historia, sin embargo, en la actualidad forma parte de procesos sociales, económicos, culturales, que caracterizan a la modernidad, y que se encuentran muy influenciados por la globalización, que entre otras cosas favorece la interconexión y el intercambio, haciendo difusos los límites geográficos, y generando la visión de ser ciudadanos del mundo.

En los últimos años, la llegada de personas de otros países a Chile, principalmente de América Latina, aumentó considerablemente. Según datos oficiales al 31 de diciembre de 2019   el número de residentes extranjeros habituales es de 1.492.522, que corresponde a personas que han solicitado su visa de residentes, o bien tienen permanencia definitiva. En su mayoría, corresponde a colombianos, haitianos, venezolanos, peruanos y bolivianos. Las motivaciones para desplazarse son cada vez más complejas ya que a menudo se entrecruza con la búsqueda de oportunidades (ONU  2013). En un alto porcentaje es considerado un proceso forzado y el aumento se produce como respuesta a la inestabilidad política, económica y social de los países de la región.

En la experiencia de acogida y acompañamiento que la Iglesia realiza a personas migrantes, se constata que la decisión de emprender esta aventura, comporta estrés, miedo e incertidumbre para ellos, dado que la mayoría lo hacen en condiciones de riesgo e inseguridad.  A simple vista puede parecer irresponsable, insegura y en muchos casos ilegal, sin embargo, es una alternativa de sobrevivencia, y un derecho humano.

En este sentido, es importante comprender que la migración corresponde a un fenómeno complejo y multidimensional, que presenta a la sociedad en su conjunto, el desafío de ofrecer un marco normativo adecuado de respeto a los derechos fundamentales.  Al mismo tiempo se presenta como un imperativo ético a la misión de la Iglesia, asistir a las personas que se encuentren en condiciones de exclusión social.

Al observar, la manera en que las personas migrantes logran insertarse en la vida de la comunidad, podemos observar que se da en contextos de soledad, escasa información, acogida poco amable, con problemas de integración real, y frecuentemente relacionada con condiciones de alta precariedad.

Con la pandemia, se ha transparentado la dolorosa realidad que miles de personas y grupos humanos viven a diario, y en esta emergencia sanitaria se ha profundizado, independiente de su nacionalidad. Un número significativo de ciudadanos que debido a la fragilidad de sus condiciones laborales, sociales y familiares se encuentran en la imposibilidad de resolver las necesidades tan básicas como la alimentación y el techo. Esta situación se amplifica cuando hablamos de las personas migrantes que no han regularizado su permanencia, que desarrollan trabajos informales precarios, las mujeres migrantes con hijos pequeños sin redes familiares, y con escaso acceso a la salud, entre otras realidades que a diario deben enfrentar.  Éstos, son factores que dificultan la forma en que la población extranjera, puede enfrentar el COVID-19 y sus medidas de prevención, constituyéndose en un grupo de alto riesgo en medio de la emergencia sanitaria. Al respecto, en las ultimas semanas hemos sido testigos de importante número de personas que solicitan retornar a sus países, instalándose en las afueras de embajadas y consulados. Seguramente, lo que los motiva, no es que en sus países encontrarán mejores condiciones económicas, sino más bien, la seguridad vital de estar junto a sus familias, en momentos en que la vida está amenazada.

El Papa Francisco, ha reconocido la migración, consecuencia de situaciones de guerras, pobreza, desigualdad y conflictos ambientales. Es un signo de los tiempos que nos interpela. En la Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado de 2019, el Papa nos ha alertado sobre la “globalización de la indiferencia. En este escenario las personas migrantes, refugiadas, desplazadas, y las victimas de trata, se han convertido en emblema de la exclusión, porque además de soportar las dificultades por su misma condición, con frecuencia son objeto de juicios negativos, puesto que se les considera responsables de los males sociales”.  Para la Iglesia no se trata solo de migrantes, cada migrante tiene un rostro, un nombre y una historia. Acoger, proteger, promover e integrar, son los verbos que deben orientar nuestra acción pastoral, y que a través del conocimiento de su situación podamos comprender y acompañar adecuadamente.

 

Gabriela Gutiérrez Holtmann
Delegada Episcopal para la Vicaría de Pastoral Social

Publicado el: 4 junio, 2020